jueves, 30 de octubre de 2008

Ester

Punto y principio

Cae rendida en el sofá. Tiene la voz rota, un silbido ronco y apenas audible, como si alguien hubiera pasado horas trasteando en su garganta: una noche en vela, las cuerdas rasgueadas, con furia, indiscriminada, un adolescente, punki, debe de tener quince años– I wanna destroy the passerby, ¡oh yeah! -.
Oh, no. Está hecha un auténtico espantajo. Los ojos le arden en calma y la nariz parece entretenerse con un ruido como de sorber sopas. Pero lleva una semana de autoindulgencia y no le incomoda la idea de una segunda.

La casa, sin embargo, está impecable. Durante toda la mañana no ha parado de trajinar pasillo arriba–pasillo abajo, de habitación en habitación, cazando motas de polvo con la hiperactividad del trapo. Lo ha dispuesto todo de forma automática, ensimismada pero eficiente, en modo sonámbula hasta el estallido del cortocircuito. Un golpe de calor en el cableado interno y, de repente, ¡crac!, el chispazo, y la extraña presencia de un hipnotizador invisible despertándola con su prodigioso chasquido de dedos. ¡Tachán! Y entonces, incrédula, se mira las manos, se palpa el pecho y no tarda en descubrir que todo ha fallado, que nada está como debería estar. Su sistema de seguridad desplomado en el suelo, zumbando electrodos. Todo el artificio construido en los últimos días hecho pedazos, y sólo ha bastado abrir el armario y descolgar la ropa, doblarla y formularse la pregunta: basura o beneficencia. El robot se desactiva y algo en ella se quiebra, grita, llora, solloza y cabecea. Se recuerda a sí misma ejecutando –papeles de defunción, incineradora, ceremonia, pésames, mil verbalizaciones distintas de “la vida sigue”, ramos de flores, visitas cordiales, silencios incómodos, y una dedicación obsesiva a la limpieza-, y vuelve a quebrarse, y grita y llora y solloza y cabecea y… joder, cómo le echa de menos.

Ahora, en el sofá, es su garganta la que gimotea y el cerebro le lanza imágenes macabras de alambres de espino y laringes inflamadas. Pero ella las esquiva. Se siente extrañamente amansada, como si alguien la hubiera librado de un hechizo con una bofetada seca y precisa, y aún notara el dolor en la mejilla, vivo e intenso, tal y como ella se sentía ahora.

Febril pero lúcida, examina en detalle sus viejas zapatillas, y entonces el teléfono suena, tan impertinente como siempre, y piensa que hay cosas que nunca cambian.

- ¿Si?

- Hola, mamá. Verás… ¿por qué no vienes a comer hoy a casa? Puedo pasar a buscarte en… ¿una hora?. ¿Te va bien? Hoy estoy sola, Isabel y Laura comen en el trabajo y yo… bueno…, la verdad es que no me apetece estar en el piso sola. Me irá bien que vengas. Nos irá bien a las dos.

- Sí, supongo que sí, pero... bueno… - titubeos y toses - tengo que decidir qué hacer con la ropa de tu padre. La verdad es que es una pena tirarla.

- Lo entiendo, mamá, pero ¿qué tal si lo pensamos mientras devoramos unos macarrones con queso?

- Tu especialidad.

- Oui, mademoiselle. Nos vemos dentro de una hora. Te traeré también unas pastillas para la garganta. Son buenísimas y tú tienes la voz destrozada.


Cuando cuelga el teléfono, no puede evitar sonreír al esfuerzo de su hija y, con un gesto ágil y divertido, coge el bolígrafo y le dedica un garabato sobre el bloc de notas. “El principio de una viuda”, escribe, y luego frota con fuerza la punta del bolígrafo y tacha la u.



Ester Solana

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